Biografía

Nació en Santa Coloma de Queralt (Tarragona, España), el 24 de marzo de 1897. Fue el sexto de los siete hijos supervivientes del matrimonio constituido por Ramón Mullerat i Segura y Bonaventura Soldevila i Calvís. Recibió el bautismo el 30 de marzo, y la confirmación el 17 de mayo del mismo año 1897. Frecuentó una escuela en su pueblo natal hasta los trece años. Después lo enviaron a Reus (Tarragona), donde ingresó en el colegio «San Pedro Apóstol», perteneciente a los religiosos Hijos de la Sagrada Familia, fundados por San José Manyanet. En calidad de alumno interno realizó cuatro años de estudios, de 1910 a 1914, y se examinó con óptimos resultados en el Instituto de Segunda Enseñanza de la misma ciudad.

En 1914 comenzó a cursar la carrera de medicina en la Universidad de Barcelona. Se distinguió por su aplicación y por la profesión y defensa de la fe. Desde 1919 fue alumno interno pensionado de la facultad, con la obligación de estar en contacto directo con enfermos ingresados. Fue uno de los estudiantes más activos que recorría, especialmente durante las vacaciones, diversos pueblos y ciudades dando conferencias sobre temas católicos y socio-políticos en conformidad con la doctrina de la Iglesia. Obtuvo la licenciatura en medicina y cirugía en octubre de 1921.

Desde noviembre de 1918 entabló una correspondencia epistolar con la joven Dolors Sans i Bové en orden a contraer matrimonio, que se verificó en Arbeca, diócesis de Tarragona y provincia de Lleida, el 14 de enero de 1922. En esta población de alrededor de 3000 habitantes establecieron su hogar, y allí, y en diversos pueblos vecinos, ejerció como médico. Del matrimonio nacieron cinco hijas, aunque la primogénita murió apenas nacida en enero de 1923. Las cuatro restantes recibieron una formación profundamente cristiana. Perteneció a la asociación de los Ejercicios Espirituales Parroquiales. Se inscribió en el Apostolado de la Oración y fue presidente del grupo de la Perseverancia de la fe. Animaba a los enfermos graves a recibir los sacramentos, asistía a los pobres de manera gratis y hasta los ayudaba con medios materiales.

Desde 1923 a 1926 dirigió un periódico local en catalán, titulado «L’Escut». Fue elegido alcalde de Arbeca el 29 de marzo de 1924, y desempeñó el cargo por dos trienios consecutivos, hasta marzo de 1930. Su elección no estuvo motivada por la pertenencia a algún partido político, ni fue alcalde para hacer política, sino para servir al pueblo. Era respetado por sus conciudadanos, y trabajó en favor de una convivencia en paz entre los habitantes de la villa, e impulsó el progreso en los diferentes ámbitos, también en el religioso. Gozaba de gran prestigio en la provincia.

Al proclamarse en 1931 la Segunda República Española se manifestó muy consciente de la gravedad de la situación y del peligro que corría su propia existencia, por motivo de la fe que profesaba en el ámbito personal y profesional. Se fue preparando para lo que presentía que le iba a ocurrir y, ya desatada abiertamente la persecución, arriesgó la vida y se mantuvo generosamente al lado de sus enfermos. Fue sacado violentamente de su domicilio en la mañana del 13 de agosto de 1936.

Por lo que al Siervo de Dios se refiere, vio desde el primer momento que lo perseguían por su significación católica. Pidió entonces una vez más a su esposa que perdonara a los perseguidores, como él los perdonaba. El odio a la fe que profesaba quedaba en su caso bien patente en los gestos de los que ocuparon su morada. Antes de obligarlo a salir del hogar arrojaron por un balcón objetos religiosos que le pertenecían. Amontonados en plena calle los prendieron fuego. Pero no paró aquí la manifestación de la intencionalidad profunda que animaba a sus opositores. La animadversión hacia los valores cristianos que encarnaba el Siervo de Dios los empujó a retornar momentos después a su casa, mientras él permanecía detenido en el cuartel de la Guardia civil. Ante la fachada del domicilio familiar continuaban ardiendo las imágenes incendiadas hacía una media hora. Conminaron entonces a su viuda y suegro y, en general, a los allí presentes, a que, bajo pena de muerte, quemaran todas las imágenes que quedaban aun por la casa.   

Ni siquiera durante el tiempo de su apresamiento dejó el Siervo de Dios de hacer el bien a quienes lo perseguían. Curó a uno de sus verdugos de una herida que se causó a sí mismo al disparársele el arma homicida que portaba en sus manos. Hizo asimismo una receta para el hijo que tenía enfermo uno de los que lo acosaban. Además, subido ya al camión que lo conduciría al lugar elegido para el asesinato, recordó a sus pacientes. Pidió un lápiz y papel y escribió en él los nombres de los que esperaban su visita profesional. Después rogó a alguien de su entorno que hiciera llegar aquella lista a otro médico del pueblo, para que él mantuviera bajo su cuidado a quienes ya nunca podría atender.

Con cinco detenidos más, cuyos nombres circulaban con anterioridad como «gente de orden» que merecía ser ejecutada, fue llevado al lugar denominado «el Pla», a unos 3 kilómetros de distancia de Arbeca, por la carretera que conduce a les Borges Blanques (Lleida). Si otros detenidos eran estimados dignos de muerte por considerarlos personas «de orden», que asentaban su vida sobre fundamentos éticos que no compartían los milicianos, en el Siervo de Dios, a los valores éticos, se añadían también los propios de la moral evangélica. En el viaje hacia el lugar de la condena exhortó a la oración a sus compañeros detenidos y, en concreto, al arrepentimiento.

Llegados al terreno conocido como «el Pla» los hicieron descender del vehículo que los trasportaba. Esperaban allí reunidas varias decenas de gentes que procedían de diversos lugares, dispuestos a participar en la ejecución o al menos a presenciarla de cerca. Contra los prisioneros no se había formado proceso alguno.  Se cree que el Siervo de Dios tornó a exhortar a la plegaria a los demás detenidos. Una persona que pasaba por aquel lugar oyó que pronunciaba estas palabras: «En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu». Antes de matarlo lo asestaron un golpe en el rostro con una azada. Del impacto recibido le saltaron los dientes.

Con los impactos de las balas en sus cuerpos y, cuando al menos algunos, estaban todavía con vida, los rociaron con gasolina y los prendieron fuego. Se oyeron sus lamentos de dolor desde lejos. Aquella misma tarde partió de Lleida una crónica para el periódico barcelonés «La Rambla», en ella se ofrecía una versión de los hechos completamente alejada de la realidad. A los, en realidad, detenidos y conducidos en la caja de un camión al lugar de la ejecución, los presentaba dicho relato como atacantes fascistas apostados al borde de la carretera, a los que los milicianos que circulaban por allí se vieron obligados a repeler, causando entre ellos algunos muertos, entre otros, el médico de Arbeca, al que se mencionaba expresamente como agresor.

Los allegados a los muertos, con gran valentía y riesgo, pudieron reunir algunos restos que quedaron esparcidos por el lugar del asesinato. Más tarde, el 13 de agosto de 1940 colocaron las cenizas mezcladas de los fusilados en un monumento en forma de cruz que elevaron en el lugar del Pla. Allí se hallan hasta el día de hoy. La fama de martirio del Siervo de Dios comenzó a raíz del conocimiento de su muerte y ha ido aumentando con el paso del tiempo.